Porfirio Díaz pensó con anticipación las maneras de celebrar el Centenario de la Independencia. Las obras arrancaron y se hicieron realidad con la debida celeridad. Cien años después, Felipe Calderón no tiene ninguna idea precisa sobre qué hará con el Bicentenario, salvo fiestas. No sabe siquiera cómo le irá mañana. Si Beatriz Paredes lo regañará públicamente o si Ebrard al fin le tenderá la mano. En pocas palabras, nada le sale bien al mandatario. Es posible que sea por su incapacidad, por un equipo inadecuado, por mala suerte o por todo ello junto. Nos dijo que lo recordaríamos como el Presidente del Empleo, pero sólo ha crecido el número de vendedores informales y la piratería. Luego que lo veríamos como el audaz guerrero que le declaró la guerra al narcotráfico, pero como ya van cerca de treinta mil bajas, es preferible no hacerlo. No cabe duda, lo mejor que podemos hacer es olvidarlo en cuanto concluya su periodo gubernamental y confiar que no será como Vicente Fox, un ex parlanchín y entrometido, sino como el general Cárdenas que al terminar sus funciones se hizo un ciudadano que no interfirió con los posteriores presidentes.
Esto viene al caso porque Felipe Calderón también nos prometió una gloriosa torre para festejar el Bicentenario. Mucho me temo que lo recordaremos como el mandatario de las promesas incumplidas. Pero si carece de gabinete y sus amigos están secuestrados o en tareas indebidas, qué más podemos esperar de Felipe. Para realzar el Bicentenario y dejar una obra memorable a la posteridad, compró una idea vanidosa y exagerada, monumental, como si México fuera EU o Japón y optó por una torre o “Estela de luz” de 104 metros de altura, recubierta con placas de cuarzo comprado en Brasil y cortado en Italia con un valor aproximado de 393 millones de pesos que luego pasó a 690 por problemas no previstos en la cimentación. Vaya arquitecto que contrató el gobierno, César Pérez Becerril. Para colmo, el estudio de simulación de viento fue encargado a una empresa canadiense, porque, claro, aquí no es posible hacer ese tipo de estudios. Como si ello fuera poco, resulta que la “Estela de luz”, cuyo peso final es de 1,700 toneladas, más del doble de lo previsto originalmente, espera los sistemas de contrapeso que fueron encargados a Alemania, aún no llegan. Asombra el nacionalismo de la obra, sólo los albañiles y electricistas, al parecer, son mexicanos a menos que cambien de opinión y contraten algunos obreros extranjeros. Esto, bien vistas las cosas, indica que no hay nada que celebrar: no somos capaces ni de realizar estudios, ni de cortar cuarzo, ni de utilizar materiales locales. La realización de un monumento conmemorativo era una estupenda oportunidad de mostrar nuestra industria, nuestra arquitectura, nuestra ciencia, el orgullo de haber llegado al Bicentenario y Centenario de nuestra Independencia y Revolución. En cambio, lo que mostramos es que seguimos siendo dependientes hasta en lo más simple como es cortar material pétreo.
Para redondear el fracaso de Calderón, la “Estela de luz” no estará lista sino hasta dentro de un año, cuando festejemos pomposamente el Bicentenario y unos meses más. Entre tanto, Calderón, vía Lujambio, permite que desmadren el Monumento a la Revolución, una especie de arco del triunfo concebido para conmemorar una gesta que cambió al país; lo “modernizan” y le ponen un tan inútil como idiota elevador que destruirá la obra monumental de Carlos Obregón Santacilia. ¿De quién será esta última culpa, del Conaculta, del INAH, de Bellas Artes, de Marcelo Ebrard o de todos? Por fortuna, un grupo de distinguidos investigadores universitarios pronto darán a conocer oficialmente su punto de vista sobre este atentado.
El domingo, Crónica dio a conocer la visita de un exorcista proveniente del Vaticano, Gabriele Nanni, ¿no sería un buen momento para que le realice uno a Calderón y le saque los demonios que lleva o la pésima suerte de pasar de presidente ilegítimo, como le dicen los perredistas a presidente impuesto por EU, como afirmó Fidel Castro? Urge, porque los paganos somos nosotros los mexicanos, que no podremos festejar más que con idioteces las dos fechas claves de nuestra historia.
Hace tres años, cuando Felipe Calderón consiguió la Presidencia, intentamos hacerle llegar un proyecto: la creación del Museo del Escritor, un lugar interactivo, donde además de observar objetos de escritores afamados, primeras ediciones firmadas, documentos, tenga una escuela para jóvenes narradores y poetas, talleres literarios. Un museo único en el mundo que arrancaría con una exposición llamada 200 años de literatura mexicana. Así como hace cincuenta años Adolfo López Mateos, al que recordamos con respeto, creó grandes museos y produjo hazañas como el Libro de Texto Gratuito, Calderón podría haber edificado uno de gran importancia a escala mundial. Prefirió organizar conferencias y hacer ceremonias comunes. Quizá ni siquiera se enteró de la propuesta que celosamente le ocultaron primero Sergio Vela, luego Consuelo Sáizar y hasta su secretario particular, Bravo Mena, quienes fieles al estilo panista, hacen lo que les viene en gana, como si no hubiera presidente de México.
Opinión de
(René Avilés Fabila)
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