Las plataformas Las plataformas transforman nuestros modos de leertransforman
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Las plataformas transforman nuestros modos de leermodos de leer
En el contexto de una economía global en que la
logística y el reciclaje se han convertido en negocios multimillonarios,
tiene sentido que los grandes intermediarios de la cultura también se
hayan transformado en agentes económicos principales, no por casualidad
Amazon comenzó vendiendo libros. Spotify, YouTube, Vimeo, Netflix, HBO,
Amazon, SoundCloud, iTunes, App Store, Filmin o Storytel son algunas de
las grandes marcas culturales de nuestra época. Algunas de ellas tienen
incluso el poder de incipientes mitos.
Por: Jorge Carrión
Tomado de: The New York Times
18 de febrero de 2019
“Estamos viviendo una revolución industrial de la atención”, afirma Dereck Thompson en Creadores de hits. Cómo triunfar en la era de la distracción.
“La plataformas se siguen expandiendo por la economía y la competencia
las lleva a encerrarse en sí mismas cada vez más”, concluye Nick Srnicek
en Capitalismo de plataformas.
La nuestra es una época, en efecto, de guerra
entre plataformas tecnológicas que compiten salvajemente por captar
nuestra mirada y nuestro tiempo. Y todas ellas lo hacen a través de la
construcción de universos casi autónomos que persiguen el capital de
nuestros gustos y nuestro ocio. Por eso es extraño que “plataforma”, una
de las palabras clave de nuestro presente, no acostumbre a ir
acompañada del adjetivo que en muchos casos le corresponde: cultural.
En el contexto de una economía global en que la
logística y el reciclaje se han convertido en negocios multimillonarios,
tiene sentido que los grandes intermediarios de la cultura también se
hayan transformado en agentes económicos principales, no por casualidad
Amazon comenzó vendiendo libros. Spotify, YouTube, Vimeo, Netflix, HBO,
Amazon, SoundCloud, iTunes, App Store, Filmin o Storytel son algunas de
las grandes marcas culturales de nuestra época. Algunas de ellas tienen
incluso el poder de incipientes mitos.
Su influencia en nuestros modos de consumo
cultural está siendo superlativa. Aunque se articulen como archivos de
archivos (de canciones, podcasts, discos, vídeos, películas, series,
libros o audiolibros) su impacto va mucho más allá de la posible
producción y de la decisiva distribución. Han ido imponiendo nuevos
mecanismos de lectura, como el canal, la lista de reproducción, la app,
las recomendaciones, el play automático del siguiente capítulo, la
superproducción cinematográfica que no se estrena en cines o el
lanzamiento de toda una temporada de una serie (eliminando de paso su
serialidad).
Se han convertido en auténticas estructuras
curatoriales, administradas por inteligencias colectivas, tanto humanas
como matemáticas. Como explica Michael Bhaskar en Curaduría. El poder de la selección en un mundo de excesos,
las plataformas digitales compiten con el museo y la biblioteca como
nuevas instituciones de la memoria y la circulación de la información y
del arte. Y nos conminan a pensar nuevos modos de prescripción.
Y de crítica cultural, por tanto. En los cinco
siglos de la Galaxia Gutenberg el autor y la obra han estado en el
centro de la interpretación. Las plataformas, con su acumulación de
objetos culturales, amplían brutalmente el foco. Si deseamos entenderlas
en su complejidad es necesario desplazar y amplificar la mirada, para
tratar de adivinar las relaciones que trazan esos ojos panópticos que
procesan millones de datos tanto de los propios textos como, sobre todo,
de las experiencias de recepción.
Eso es lo que se propone La búsqueda del algoritmo. Imaginación en la era de la informática,
de Ed Finn, un necesario e interesantísimo primer esbozo de una futura
lectura algorítmica de la realidad digital, con la convicción de que
“los algoritmos invocan simultáneamente espacios computacionales,
mitológicos y culturales”. Porque es inútil interpretar Google Libros o a
YouTube como una nueva versión de la idea de biblioteca, si no
penetramos a la vez en la psicología de sus curadores o archiveros, que
son complejas fórmulas matemáticas que conectan el código con las
humanidades, el arte y el entretenimiento.
“Leer Netflix como una serie de algoritmos,
interfaces y discursos resulta mucho más instructivo para comprender su
papel como máquina cultural que leer los productos culturales producidos
por el sistema”, afirma Finn.
Su propuesta, novedosa y muy pertinente, conecta con la lectura distante o la Literatura en el laboratorio
de Franco Moretti y sus equipos: tenemos que pensar menos en los
objetos culturales concretos y más en los sistemas complejos en que se
insertan; analizar menos a través de la calidad que decidimos a través
del gusto —esa codificación sociocultural— y más a través de la cantidad
y de las relaciones de toda índole que explican el aparente caos de los
grandes bancos de datos y de las plataformas —arquitecturas dibujadas
en código—.
¿Cómo ha cambiado esa nueva realidad nuestras
formas de lectura y de ordenación de esas lecturas? A juzgar por la
prensa, no ha habido cambio. Los suplementos culturales continúan
proyectando la ilusión de que los libros en papel siguen siendo
autónomos y centrales, mientras que dedican un espacio secundario, a
menudo residual, al arte, la música, el teatro y otros lenguajes
artísticos.
Las plataformas culturales nos obligan a pensar algorítmicamente, a reinventar el análisis.
Y la sección de cultura de los diarios sigue
dándole a la ópera, a la poesía o a los premios y festivales de cine un
espacio que no se corresponde con su impacto en la realidad. Pese a que
el videojuego sea la industria del entretenimiento más importante en
términos de mercado y lleve ya décadas en los museos, sigue siendo
tratado (como la novela gráfica) en la sección de tendencias. Y las
series siguen, okupas, en la vieja sección de “Televisión”.
La idea de biblioteca nos ha sido tradicionalmente
útil para ir asimilando las nuevas formas del archivo. Pero en los
últimos años la palabra “archivo”, para la mayoría de la gente, ha
dejado de significar conjunto para significar unidad: de texto, de
audio, de vídeo. Añadimos mecánicamente, durante siglos, el sufijo
“teca” (“armario”) para que las variaciones no nos rompieran los
esquemas: pinacoteca, hemeroteca, filmoteca, discoteca, mediateca; pero
la palabra “plataforma” no solamente no termina en “teca”, sino que
además no sigue los sistemas de clasificación y de búsqueda de la
biblioteconomía y de las ciencias de la información.
“La mayoría de los consumidores son
simultáneamente neofílicos (curiosos por descubrir cosas nuevas) y
profundamente neofóbicos (temerosos de lo que es demasiado nuevo)”, dice
Derek Thompson. El periodismo, la crítica cultural y la academia
deberán aumentar su neofilia y anestesiar su neofobia si no quieren ser
condenadas al anacronismo. Porque las plataformas culturales nos obligan
a pensar algorítmicamente, a reinventar el análisis, a leer de otras
maneras. Tanto si nos gusta como si no.
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